I
Cuando Malcolm X volvió de la Meca en 1964,
ante las preguntas de los periodistas reflexionó sobre si la solución del
“problema negro” (a él siempre le había gustado señalar que los negros no
tenían ningún problema, si acaso cabía hablar de un problema blanco) seguía
pasando por el retorno a África y no por la transformación de su realidad en
los EEUU. La tradición en la que se inscribía había postulado siempre que los
hijos y los nietos de los esclavos no eran americanos, sino africanos llevados
a una tierra extraña. En esta reflexión en voz alta apunta ya no a la
posibilidad del retorno, de la desconexión absoluta, pero sí a la necesidad de
hacer “Una emigración cultural y mental de retorno a África, no necesariamente
una emigración física, que signifique que reafirmamos nuestros lazos. Ayudaría
a reforzarnos aquí en America, al pueblo negro de America, no tan sólo
espiritualmente, sino que a la vez nos daría la iniciativa para resolver
nuestros problemas, aquí, en casa.” Con esta reflexión, y el paso de ser el líder
de una organización de carácter religioso como la Nación del Islam a propugnar
la acción política amplia, el gran príncipe afroamericano daba una paso de
gigante en el intento de fusionar políticamente dos tradiciones incompatibles
en la práctica hasta entonces.
La primera era anunciada en una fecha tan
temprana como 1831 en un mitin celebrado en Nova York: “No creemos que las
cosas continúen siempre igual (…) Llegará el día en el cual la Declaración de
Independencia será sentida con el corazón de la misma forma como es expresada
con los labios, cuando los derechos de todos serán reconocidos y apreciados debidamente. Esta es
nuestra patria y este es nuestro país. (…) Aquí hemos nacido y aquí moriremos”.
Pero todavía resonaban con fuerza también las palabras de les cartas enviadas
por los negros libertos que habían emigrado a Sierra Leona en 1815 huyendo de
America: “Aunque que seáis libres, esta no es vuestra patria, África y no
América es vuestro país y vuestra casa”. Palabras que nos hablan de una
escisión básica que recorrerá el movimiento de emancipación de la población negra
en EEUU a lo largo de todo el XIX
y XX. Por un lado, aquellos que buscaran la integración dentro de la sociedad
de los EEUU, a partir de la transformación de sus bases y el reconocimiento de
pleno derecho como ciudadanos de les personas de color, y que tendrán su líder más esplendoroso
en Martin Luther King. Por otro lado, una larga tradición que tendrá su primer eslabón
en las iniciativas desarrolladas a lo largo del siglo XIX para intentar el
retorno a África de los antiguos esclavos; un amplia difusión con el movimiento
de entreguerras liderado por Marcus Garvey; y diversas variantes entre los intentos de crear un Estado
propio en África o reclamar el derecho a la autodeterminación para hacerlo en
la misma America. Movimientos que estaban condenados al fracaso, por la
inviabilidad misma de su propuesta (¿qué Estado? ¿Qué territorio?), pero que tenían éxito en otro sentido.
Al proclamar la existencia de una cultura y
una identidad antiguas y vivas devolvían el orgullo y unas señas de pertenencia
a una población diezmada cultural y humanamente. Ellos no sólo eran los hijos
de esclavos marginados de una vida plena, eran los descendientes de las grandes
culturas africanas, los hijos de una cultura milenaria mucho más antigua y rica
que la anglosajona. Al construir dentro de ese movimiento redes económicas, culturales
y sociales propias y autónomas del resto de la sociedad blanca, expresaban y
realizaban la posibilidad de crear un mundo propio dentro de otro que les era profundamente
hostil. Finalmente, la
inviabilidad práctica de una realización inmediata de esta propuesta política
la hizo perdurar en forma de fe, de religión. La suposición que frente a la
religión católica de los blancos existía otra que era propia de los africanos,
en este caso el Islam, y la gestación de una escatología, de una visión de finalidad,
que situaba la liberación del pueblo negro de los Estados Unidos en un
intervención divina que se produciría en un futuro indeterminado en el cual se retornaría
a África, fue el germen del nacimiento y desarrollo de la principal organización
de esta tendencia: la Nación del Islam. En esta escatología no había intervención
política, ya que la misma no tenia sentido en el tiempo de espera del día de la
intervención divina. Durante el mismo tan sólo quedaba prepararse para hacerse
dignos de la liberación: construir el propio mundo. Un mundo de todas formas
que sufrió un gran terremoto en la fuerte dinámica social y política de los
años sesenta. Difícil era en este contexto que desde la desconexión proclamada
y practicada no se reconectase de nuevo con la realidad de una forma, con una
intensidad y un color diferente que el resto de sujetos que habían hecho del
intento de transformación de los EEUU su principal objetivo. La figura clave de
este proceso, que lo metabolizó y lo simbolizó, no es otra que la de Malcolm X.
El líder negro inauguró así un nuevo camino, éste, como había intentado Du Bois
desde finales del siglo XIX sin éxito, se construía sobre una identidad donde
ellos dejaban de ser americanos que buscaban su plena integración o bien
africanos en un tierra extraña que buscaban su retorno a casa. Su casa era
America, pero no la America realmente existente, sino la que se construiría
sobre nuevas raíces. Su identidad ya no era americana o africana, ellos eran
afroamericanos. A partir de esta base se abandonaba la escatología, el tiempo
de espera se convertía en el tiempo del obrar, la acción ya no sería religiosa
sino política, las redes autónomas no serían una preparación para el retorno,
sino la fuerza para la transformación en el aquí y el ahora.
En unos momentos en los cuales la
“imposibilidad” de cambiar la propia realidad lleva, y cada vez llevara más, a
las propuestas de desconexión, es decir a las propuestas de crear un mundo
propio en forma de redes sociales, culturales, económicas y territoriales
propias, es importante observar que estas propuestas tienen un límite pero
también una virtud. No se trata de renunciar a nada, si se hace se convertirá
en una opción condenada a la escatología de unos pocos, sino de buscar áreas de
desconexión mental, cultural, social y económica para poder apropiar-se de
recursos que permitan el retorno a una política amplía hecha desde nuevas bases. No es nuevo.
II
Los movimientos emancipatorios a lo largo de
toda su historia y en les diversas formas que han tomado, han mantenido unas
constantes estratégicas que no parece que hayan de cambiar. Podríamos
etiquetarlas, grosso modo y con un trazo grueso, en tres grandes continentes.
Aquellas que han buscado en la acción directa el cambio social y político, aquellas
que lo han hecho en la desconexión del sistema y aquellas últimas que han
optado por una acción política organizativa como centro desde el que operar un
cambio que afecta de forma gradual a varias esferas de la sociedad.
La tradición de Gracus Babeuf y su conjura de
los iguales en el crepúsculo de la Revolución Francesa inaugura la forma
moderna de la aspiración de un cambio radical mediante la toma directa del poder.
Su origen lo hemos de encontrar en
los demócratas radicales que habían descubierto que la democracia por si sola
no llevaba a la igualdad y que cuando lo hacía rápidamente era transformada en
una dictadura. El problema según ellos era la gran propiedad, los “acaparadores
de los bienes comunes” y la solución no otra que la toma del poder. La conjura
fue reprimida a sangre y fuego, y sus cenizas aplastadas bajo la bota del nuevo
orden burgués napoleónico. Babeuf, esperando el fin, estimulaba a sus seguidores
a tomar nota de todo lo que había sucedido para que “Un día, cuando la
persecución haya amainado, cuando quizá los hombres de bien respiren con
suficiente libertad para poder arrojar algunas flores sobre nuestra tumba,
cuando haya llegado el momento de soñar de nuevo (…) podrás buscar en estos
papeles y presentar a todos los discípulos de la Igualdad (…) los contenidos
que los hombres corrompidos de hoy llaman mis sueños”. Buonarroti, uno de los últimos supervivientes
de la conjura, será el encargado de realizar una transmisión que conectará
directamente con las sociedades secretas del siglo XIX, el blanquismo y de él,
de una forma nunca plenamente reconocida, con el mismo comunismo hasta los años
treinta y una parte de la tradición anarquista. Una línea que hila el viejo
sueño de asaltar los cielos para construir la nueva Jerusalén en la tierra.
Blanqui es seguramente el más desconocido y
el mejor exponente de esta pulsión. El conocido como el timbre de bronce conmovió
el siglo XIX, como les gustaba decir a Walter Benjamin clamando contra su olvido. Poco amante de los debates
entre marxistas, proudhonianos, cabetianos o owenitas, su legado en términos de
escritos fue pobre, lo que contribuyó, en parte, a ese olvido. Según él sus
ilustres contemporáneos no hacían otra cosa que “discutir que hay en la otra orilla del río, lo importante es
cruzarlo”. De hecho, se puede considerar el gran estratega de la insurrección,
y el gran táctico del golpe de Estado, y como tal pasó más días de su vida en
prisión que en libertad. Pero, a pesar de ello, el blanquismo fue el verdadero
actor dominante de los movimientos emancipatorios desde la segunda mitad del
siglo XIX hasta 1871. Vivió entonces su victoria más grande con la instauración
de la Comuna de París, de la que el mismo Blanqui fue nombrado presidente de
honor, convertida en la primera experiencia de gobierno moderno basado en la
democracia directa y en la voluntad de transformación radical de toda la
realidad. Victoria que fue también su principal epílogo. El final sangrante de
la Comuna acabó con el blanquismo como corriente dominante. De todas formas, la
voluntad insurreccional por encima de todo pervivió como mínimo hasta 1917 y
fueron muchos los contemporáneos que señalaron que el mismo Lenin era más hijo
de Blanqui que de Marx. No en vano en el momento de decidir la toma del Palacio
de Invierno, con parte del comité central en contra debido a la paradoja de
proclamar una revolución socialista obrera en un país prácticamente agrario,
Lenin abandonó todo debate argumental para afirmar con Goethe ante los contrarios, e
iniciar aquel experimento que había de cambiar la historia, “la teoría, amigo
mío, es gris, pero verde es el imperecedero árbol de la vida”.
Pero si las revoluciones son contagiosas,
también son una extraña flor en la historia y todavía más raras son las
triunfantes. Estas últimas dejan de ser mitos para pasar al campo de la leyenda.
Una leyenda que difícilmente se convierte en pauta del cambio político, a pesar
de que se encuentre en la base de todos los grandes cambios. El último eco de la
primavera de los pueblos de 1848 se vivió precisamente en aquel 1917 que
determinó todo el siglo. Ninguna otra ola revolucionaria más atravesó el siglo
XX con la misma fuerza, a pesar de que fueron muchos los que siguieron haciendo
de esta singularidad el principio de toda su acción política. Otros, del
fracaso de las revoluciones que habían emprendido, de la imposibilidad de
cambiar el orden existente, buscaron fuera del sistema lo que no encontraban
dentro. Esta –la historia de los intentos de desconexión– es una historia
prácticamente tan antigua como la humanidad. Se encuentra en todo proceso migratorio
colectivo animado por la voluntad de fundar una sociedad nueva, se
encuentra en las personas que vivían en los bosques escapando de la servidumbre
feudal, en la formación de las sociedades cimarrones de Latinoamérica, que
podían agrupar a más de 15.000 persones viviendo en comunidad bajo el principio
de la igualdad durante siglos, o en la agrupación de cabetianos por toda
Europa, señaladamente también en Barcelona, después del fracaso de les
revoluciones de 1848 para marcharse a fundar sociedades comunistas en America.
Pero si los afroamericanos descendientes de los
esclavos de los EEUU no encontraban donde concretar el retorno a África, algo similar
pasó con las propuestas de desconexión. Realizables a lo largo de la historia
de la humanidad, lo dejaron de ser con la tendencia constante del capitalismo a
desarrollarse como sistema-mundo, dejando cada vez menos
espacios “libres” de las “aguas heladas del cálculo egoísta”. En este sentido,
a partir de un cierto momento del último tercio del siglo XIX la desconexión
mutó de medio para realizarse y pasó a ser predominantemente la articulación de
redes económicas, sociales y culturales propias dentro de la sociedad. De
hecho, en el seno de la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT), a pesar
de cómo nos ha sido legada su memoria, el gran debate no se estableció entre el
anarquismo insurreccionalista de Bakunin o el gradualista de Proudhon y el
socialismo de Marx. Estas posiciones tan sólo eren la forma pública de un debate
más de fondo en una época donde Marx no era sino, en palabras de William
Morris, “la mejor mente de nuestro lado” y no el fundador de una doctrina con
seguidores que buscaban en sus citas, manuales y vulgatas un principio de autoridad. Este debate se libraba entre los que
veían el mutualismo y el cooperativismo como la base para la transformación
social presente y futura y los que postulaban primero en la huelga general y
después en la articulación de grandes sindicatos de masas el camino hacia a una
sociedad más justa. Cabe decir que las dos posiciones estaban enmarcadas entre
el viejo proletariado y la nueva clase obrera industrial surgida de la segunda
revolución industrial. Los primeros tuvieron en el proudhonismo gradualista, y
tan sólo más tarde en el bakunismo, su propuesta más afín, mientras que los
otros la encontraron primero en el marxismo y más tardíamente en algunos países en el sindicalismo revolucionario y/o el
anarcosindicalismo. Finalmente fue esta última ideología –la marxista– la que
se impuso como dominante, pero lo fue en tanto en cuanto se encarnó en una
forma de organización completamente nueva y, en su momento, exitosa: el partido.
A pesar de que se ha tendido a ver en la
actualidad los partidos modernos como una forma más de dominio –la
partitocracia– de las elites, lo cierto es que estos nacieron de sectores
populares como primera forma de articulación política de la sociedad de clases.
Es más, su nacimientos transformó la realidad en un sentido que las clases
dominantes nunca habían previsto. La reacción Europea que se transmutó en una
gran oleada represiva después de la derrota de la Comuna de París, dejó prácticamente
diezmadas las diversas corrientes insurreccionalistas. En un contexto marcado
por la desesperación nació el terrorismo populista o anarquista, mientras
aquellos que habían buscado en la desconexión el principio de la nueva sociedad
veían como gran parte de sus proyectos perdían centralidad política en un período
extremadamente duro y de crecimiento constante del gran proletariado
industrial. La primera AIT como tal desapareció y Marx y sus seguidores
abandonaron todo intento de mantenerla viva, ya que ahora el proyecto era
otro. En Alemania, conjuntamente
con los lassellanos, crearan en Gotha el partido socialdemócrata Alemán (SPD).
Este no propugnaba un medio único para realizar la revolución –la huelga
general, las técnicas insurreccionales o la creación de un tejido económico
alternativo–, sino la constitución de les clases populares en partido para
poder decidir en cada momento cual era la mejor opción. Una estrategia que, a
pesar de no estar inicialmente en el centro de su acción, no descartaba la
penetración institucional. Pero de hecho fue esta última realidad la que se
convirtió en el principal polo de confrontación con el Estado bismarckiano.
En las elecciones de 1878 los “antisistema”
de entonces consiguieron nueve diputados. Ante el temor que suscitó esta
realidad, aún migrada, el Canciller Bismarck hizo aprobar las que serán
conocidas en su conjunto como leyes antisocialistas. Durante los siguientes
doce años más de 150 diarios y 1.200 publicaciones fueron clausuradas, los
militantes del nuevo partido detenidos, desterrados o despedidos. A pesar de
todo ello la nueva propuesta seguía creciendo en dos sentidos. Llevada a la
clandestinidad por el sistema político, se desarrolló como partido de la sociedad civil, encubierto en la
fundación de cooperativas, sindicatos, clubs de fumadores, entidades
deportivas, de barrio, escuelas, etc., creando con su desarrollo un nuevo
tejido social, una nueva cultura, una nueva realidad. A su vez se seguían presentando
con diversas formulas a las elecciones, en un crecimiento que parecía, sorprendentemente,
imparable: en 1890 ya se había convertido en el primer partido de Alemania en
número de votos. De hecho, su misma existencia llevó al Canciller Bismarck a
aprobar no tan sólo medidas represivas, sino también nuevas leyes de protección
social, de cobertura de las bajas laborales y de jubilación, entre otras,
mientras los salarios reales no paraban de subir gracias a la acción sindical
del nuevo partido. Finalmente, ante la constatación de que la represión por si
sola no paraba esta nueva forma organizativa y que tampoco la extensión de
medidas sociales parecía conseguirlo, el canciller decidió disolver el Parlamento.
Una huelga general de 140.000 mineros fue la respuesta. Bismarck fue destituido
y las leyes antisocialistas derogadas. En el proceso había aparecido una nueva
forma de acción y organización que pronto, en la medida que se mostraba
exitosa, sería adoptada por toda Europa por las organizaciones de la izquierda:
el partido de masas.
A pesar de la existencia de partidos
políticos se puede rastrear como mínimo desde la revolución francesa, lo cierto
es que en el último tercio del siglo XIX estos eran poco más que agrupaciones
al entorno de un líder o corrientes más o menos organizadas. Con la aparición
del modelo del SPD en escena la nueva forma de tomar partido, de ser partisano,
se agrupa al entorno de una ideología, un programa, una estrategia y una serie
de tácticas, que mueve a centenares de millares de personas organizadas en
secciones locales, territoriales y nacionales/estatales, con órganos dirigentes
congresos, etc. Pero eso es sólo una de los aspectos de aquellos modernos
partidos de masas. A su vez esta forma política, en un contexto de baja
articulación de los estados en el terreno social en el pasado que ahora parece
ser nuestro futuro, muestra una aguda tendencia a desarrollarse no sólo como
partidos de masas, sino también como partidos sociedad. El modelo se difundió a
partir de las nuevas corrientes marxistas, pero pronto fue emulado por todo
partido de izquierdas y popular de diversas tendencias ideológicas, mostrando
en esta dimensión de partido-sociedad una fuerza inusitada. A principios del
siglo XX en Alemania, o en el caso del Partido Republicano radical en Barcelona
por citar un ejemplo similar aunque de menor intensidad, uno podía nacer en un
barrio de marcado carácter socialista, ir a una escuela socialista, tener un
abogado y un médico socialista, trabajar en un cooperativa socialista o
pertenecer a un sindicato socialista, y hasta en el extremo ir a una
universidad socialista. En este sentido los recursos identitarios y los sentimientos
de pertencia hacia estas organizaciones no tenían parangón. Desde un punta de
vista era un partido político, desde otro una forma de vida, de concebir la
vida, que iba mucho más allá de votar o no votar como una opción instrumental
según el momento. En uno de sus máximos momentos de maduración en 1912 llegaría
a sacar el 99% de los votos en una ciudad como Berlín, cuando aún el
sistema le era a la vez profundamente hostil. Si la emergencia de la sociedad
de masas (con formas de comunicación de mases, literatura de mases, arte de
masas, medios de comunicación de masas y transporte de masas y ciudades de más
de un millón de habitantes), en un sistema económico profundamente inestable y
caracterizado por crisis periódicas, se había mostrado como un desafío para las
clases dirigentes, la aparición en este marco de una forma organizativa
adaptada a estos tiempos, y a la vez antisistémica, significó primero la erosión y después el fin de
un modelo de dominio tradicional. La respuesta más inmediata fue, en nuevos
contextos revolucionarios, el fascismo como nueva ideología de masas,
profundamente reaccionaria, pero que a su vez abandonaba el elitismo
tradicional para adoptar técnicas de propaganda, narrativas y formas organizativas
adaptadas a la nueva sociedad. La respuesta tardía, una vez fracasado el
fascismo, fueron los partidos democratacristianos de masas que ligaban la
organización política a los sentimientos de pertenencia religiosa.
III
El éxito de la articulación política gradual
en un nuevo tipo de organización, ya sea en el modelo partido o en el
sindicalismo político de masas, articulado como sindicalismo revolucionario o
anarcosindicalismo, escondió otra realidad que le era consubstancial: no
significó la desaparición de las propuestas alternativas. Esto, en realidad,
sucedió mucho más tarde en un proceso lento en el mundo posterior a la Segunda
Guerra Mundial y en el marco de un capitalismo profundamente transformado.
Cuando competían entre ellas se presentaban como univocas, en la medida que
cada una de ellas pretendía mostrarse en términos absolutos como la más
efectiva para conseguir el objetivo final: la superación del capitalismo. Pero
en realidad la creación de espacios propios fuera del “sistema” seguía
plenamente presente en las nuevas formas de acción. Crear una sociedad dentro de
la sociedad había sido el medio que había permitido sobrevivir al partido en el
momento de su nacimiento, fue posteriormente el tramado de fondo que le
permitió interactuar ampliamente con la realidad de “fuera”. De este tramado
extraía la fuerza material, los recursos morales, las certitudes, la capacidad
de sobrevivir en los peores momentos y la prefiguración de elementos de la
sociedad futura. Quizás una relación diferente, con más elementos de
contradicción, mantenía con la acción directa o la cultura insurrecionalista.
Lo cierto es que esta nueva forma de acción y
organización se había articulado sobre el anuncio del objetivo de superar el
capitalismo, y en este sentido el espíritu revolucionario seguía siendo su horizonte
sin el cual no se hubiese podido ni articular en sus orígenes, cuando el
sacrificio se sustentaba en la posibilidad del advenimiento de una sociedad radicalmente nueva. Pero con su
mismo desarrollo estaba cambiando la situación de partida en varios sentidos.
El primero de ellos lo anunciaba irónicamente Max Weber: “queda por ver si la
socialdemocracia asaltará el Estado o será el Estado el que asalte la
socialdemocracia”. Y lo cierto era que en la medida que los partidos socialdemócratas
se consolidaban también se transformaba su naturaleza. Crecían en número de diputados,
periodistas de diarios propios, miembros de cooperativas, militantes profesionales,
que hacían tendencialmente de la existencia del partido una forma de vida y, a
la larga, del propio partido una finalidad, más que una herramienta para el
cambio social. A su vez, y una cosa no se entiende sin la otra, el anuncio de
una teoría social, si tiene éxito en su anuncio, modifica las condiciones de
partida de la profecía. En ese sentido nunca las ciencias sociales se acercaran
a las naturales, si no es en algunos puntos de la física quántica que postula
que el acto de observación de la materia ya es en si mismo un acto de transformación
de sus condiciones previas, ya que ella trata de sujetos capaces de interpretar
y modificar sus condiciones a partir de nuevas realidades entre las que se
encuentran las mismas interpretaciones que postulan como serán estas nuevas
realidades. Es decir si el socialismo moderno había nacido postulando que el
capitalismo era un sistema periclitado y que creaba las condiciones sociales
para su propia desaparición, su propio desarrollo transformaba esas condiciones
sociales. Bismarck había reaccionado con la represión, pero también lo hizo
articulando unas primeras medidas de protección social. Camino que fue seguido en
los siguientes años por otros gobiernos, a la vez que la aparición de los
sindicatos de masas iba acompañada de incrementos salariales y mejoras en las
condiciones de trabajo, mejorando la vida de las clase populares. Ya no era tan
cierto que con una revolución éstas nada tenían a perder, salvo sus cadenas, y
todo un mundo a ganar, como anunciaban Marx y Engels al final del Manifiesto
Comunista. No lo era para los dirigentes y cuadros socialdemócratas, que habían
encontrado su forma de vida en el crecimiento del partido, y no lo era para una
parte de su base social. Y esto servia tanto para los partidos socialistas,
como lo hará también para los partidos comunistas de masas de las democracias
occidentales posteriores a la Segunda Guerra Mundial. El momento de su máxima
expansión, influencia electoral y social, irá acompañado en este sentido por su
período más largo sin ningún intento revolucionario, a pesar de que su
mitología interna y militante estuviera cargada fuertemente de la palabra
revolución.
En cierto sentido se puede afirmar que el
insurreccionalismo fue enterrado por su máximos proclamadores, pero sólo en
cierto sentido. Desde otra perspectiva la cultura insurreccional seguirá viva
como creencia, como escatología final o como mito fundacional, en los nuevos
partidos de masas, sobre todo en su primera fase de desarrollo. Eso explica su
capacidad de supervivencia, como también el protagonismo en diversos momentos de
nuevas corrientes insurreccionalistas surgidas de la escisión del mundo socialdemócrata.
El espíritu de Blanqui seguía también vivo entre sus filas y cuando las
contradicciones internas y la situación externa entraban en ebullición nuevas
realidades políticas se hacían presentes. Sin ellas tampoco el capitalismo
occidental se habría transformado, como tampoco se habría consolidado el
reconocimiento de los derechos sociales por parte del Estado.
Les tres grandes tendencias –la acción
directa insurreccionalista, la desconexión o el intento gradualista
organitzativo– compitieron entre ellas en un momento histórico muy determinado:
el de la gran rearticulación del capitalismo que se vivió en medio de la crisis de 1873 a 1894. Un momento
de profundas transformaciones sociales y culturales, al final del cual el peso
y las medidas de cada una de estas estrategias se había transformado también
radicalmente produciendo nuevas realidades. Difícilmente estas tendencias de
fondo cambiaran en la nueva situación de cambio radical que estamos viviendo y
algunas renacerán con una fuerza inusitada que parecía enterrada en el mundo
posterior a la Segunda Guerra Mundial y en los Estados del Bienestar. De hecho
tanto la desconexión como el insurreccionalismo toman, con diferentes formas e
intensidades, de nuevo la palabra, así como la antigua organización de masas,
ya muy transformada desde sus orígenes, en su forma política y sindical, está
sufriendo una transformación radical. Hasta cierto punto parece que estamos
entrando en mundo anterior a finales del XIX. Nada de lo que se estableció
entonces es inmutable. No tiene más de un siglo y medio de historia, un simple
pestañeo dentro del tiempo humano. Acabado todo un mundo, aquello que había
estado sintetizado se deshila de nuevo y las recombinaciones se deberán hacer, en
un tiempo probablemente largo, sobre nuevas bases que ahora nos son en gran
parte desconocidas.
Cambiará su forma, cambiará el peso de cada
una de ellas y su interrelación, seguirán postulándose tendencialmente como
univocas en los debates, pero continuaran presentes ahora como antes. Y sólo
hay un principio que parece inalterable, ninguna de ellas parece de entrada
prescindible, no en las formas concretas que tomaron en el pasado, pero sí como
tendencia de fondo. La idea fuerza que va apareciendo cada vez más, desde una
gran diversidad de posturas, de la necesidad de crear un mundo propio, fuera del
Estado y de la esfera directamente mercantil, formado por redes económicas,
sociales y culturales, con espacios liberados que garanticen entre otras cosas
la realización de los derechos sociales, es inseparable a la larga de las
formas de articulación política, sean cuales sean éstas, si quieren pervivir y
si quieren transformar no sólo una realidad, sino toda la realidad; a su vez estas
formas de articulación política, sino quieren tan sólo ser una mera voz crítica
dentro de los circuitos del sistema, tienen que encontrar su fuerza
precisamente en este “fuera” del sistema; y, finalmente, el espíritu
insurreccional no bebe tan sólo de situaciones desesperadas, sino de la
prefiguración de nuevos mundos de una forma tangible y del poder material que
le ofrece en el presente este nuevo mundo para construirlo en el futuro, pero
sin él, sin la creencia de que el mundo puede cambiar de base, también todo lo
otro pierde fuerza y sentido. Ha cambiado todo, todo está cambiando, y todo
debe ser reconsiderado si se quiere estar a la altura de los tiempos, pero
ahora como antes no hay formulas mágicas, sino desplegamientos amplios que
buscan a la larga un nuevo tipo de recombinación.
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