martes, 14 de agosto de 2012

Conexiones y desconexiones (II). Estrategias plurales y (des)integradas



I

Cuando Malcolm X volvió de la Meca en 1964, ante las preguntas de los periodistas reflexionó sobre si la solución del “problema negro” (a él siempre le había gustado señalar que los negros no tenían ningún problema, si acaso cabía hablar de un problema blanco) seguía pasando por el retorno a África y no por la transformación de su realidad en los EEUU. La tradición en la que se inscribía había postulado siempre que los hijos y los nietos de los esclavos no eran americanos, sino africanos llevados a una tierra extraña. En esta reflexión en voz alta apunta ya no a la posibilidad del retorno, de la desconexión absoluta, pero sí a la necesidad de hacer “Una emigración cultural y mental de retorno a África, no necesariamente una emigración física, que signifique que reafirmamos nuestros lazos. Ayudaría a reforzarnos aquí en America, al pueblo negro de America, no tan sólo espiritualmente, sino que a la vez nos daría la iniciativa para resolver nuestros problemas, aquí, en casa.” Con esta reflexión, y el paso de ser el líder de una organización de carácter religioso como la Nación del Islam a propugnar la acción política amplia, el gran príncipe afroamericano daba una paso de gigante en el intento de fusionar políticamente dos tradiciones incompatibles en la práctica hasta entonces.

La primera era anunciada en una fecha tan temprana como 1831 en un mitin celebrado en Nova York: “No creemos que las cosas continúen siempre igual (…) Llegará el día en el cual la Declaración de Independencia será sentida con el corazón de la misma forma como es expresada con los labios, cuando los derechos de todos serán reconocidos  y apreciados debidamente. Esta es nuestra patria y este es nuestro país. (…) Aquí hemos nacido y aquí moriremos”. Pero todavía resonaban con fuerza también las palabras de les cartas enviadas por los negros libertos que habían emigrado a Sierra Leona en 1815 huyendo de America: “Aunque que seáis libres, esta no es vuestra patria, África y no América es vuestro país y vuestra casa”. Palabras que nos hablan de una escisión básica que recorrerá el movimiento de emancipación de la población negra en EEUU a lo largo de todo el XIX y XX. Por un lado, aquellos que buscaran la integración dentro de la sociedad de los EEUU, a partir de la transformación de sus bases y el reconocimiento de pleno derecho como ciudadanos de les personas de color, y que tendrán su líder más esplendoroso en Martin Luther King. Por otro lado, una larga tradición que tendrá su primer eslabón en las iniciativas desarrolladas a lo largo del siglo XIX para intentar el retorno a África de los antiguos esclavos; un amplia difusión con el movimiento de entreguerras liderado por Marcus Garvey; y diversas variantes  entre los intentos de crear un Estado propio en África o reclamar el derecho a la autodeterminación para hacerlo en la misma America. Movimientos que estaban condenados al fracaso, por la inviabilidad misma de su propuesta (¿qué Estado? ¿Qué territorio?),  pero que tenían éxito en otro sentido.

Al proclamar la existencia de una cultura y una identidad antiguas y vivas devolvían el orgullo y unas señas de pertenencia a una población diezmada cultural y humanamente. Ellos no sólo eran los hijos de esclavos marginados de una vida plena, eran los descendientes de las grandes culturas africanas, los hijos de una cultura milenaria mucho más antigua y rica que la anglosajona. Al construir dentro de ese movimiento redes económicas, culturales y sociales propias y autónomas del resto de la sociedad blanca, expresaban y realizaban la posibilidad de crear un mundo propio dentro de otro que les era profundamente hostil. Finalmente, la inviabilidad práctica de una realización inmediata de esta propuesta política la hizo perdurar en forma de fe, de religión. La suposición que frente a la religión católica de los blancos existía otra que era propia de los africanos, en este caso el Islam, y la gestación de una escatología, de una visión de finalidad, que situaba la liberación del pueblo negro de los Estados Unidos en un intervención divina que se produciría en un futuro indeterminado en el cual se retornaría a África, fue el germen del nacimiento y desarrollo de la principal organización de esta tendencia: la Nación del Islam. En esta escatología no había intervención política, ya que la misma no tenia sentido en el tiempo de espera del día de la intervención divina. Durante el mismo tan sólo quedaba prepararse para hacerse dignos de la liberación: construir el propio mundo. Un mundo de todas formas que sufrió un gran terremoto en la fuerte dinámica social y política de los años sesenta. Difícil era en este contexto que desde la desconexión proclamada y practicada no se reconectase de nuevo con la realidad de una forma, con una intensidad y un color diferente que el resto de sujetos que habían hecho del intento de transformación de los EEUU su principal objetivo. La figura clave de este proceso, que lo metabolizó y lo simbolizó, no es otra que la de Malcolm X. El líder negro inauguró así un nuevo camino, éste, como había intentado Du Bois desde finales del siglo XIX sin éxito, se construía sobre una identidad donde ellos dejaban de ser americanos que buscaban su plena integración o bien africanos en un tierra extraña que buscaban su retorno a casa. Su casa era America, pero no la America realmente existente, sino la que se construiría sobre nuevas raíces. Su identidad ya no era americana o africana, ellos eran afroamericanos. A partir de esta base se abandonaba la escatología, el tiempo de espera se convertía en el tiempo del obrar, la acción ya no sería religiosa sino política, las redes autónomas no serían una preparación para el retorno, sino la fuerza para la transformación en el aquí y el ahora.

En unos momentos en los cuales la “imposibilidad” de cambiar la propia realidad lleva, y cada vez llevara más, a las propuestas de desconexión, es decir a las propuestas de crear un mundo propio en forma de redes sociales, culturales, económicas y territoriales propias, es importante observar que estas propuestas tienen un límite pero también una virtud. No se trata de renunciar a nada, si se hace se convertirá en una opción condenada a la escatología de unos pocos, sino de buscar áreas de desconexión mental, cultural, social y económica para poder apropiar-se de recursos que permitan el retorno a una política amplía hecha desde  nuevas bases. No es nuevo.

II

Los movimientos emancipatorios a lo largo de toda su historia y en les diversas formas que han tomado, han mantenido unas constantes estratégicas que no parece que hayan de cambiar. Podríamos etiquetarlas, grosso modo y con un trazo grueso, en tres grandes continentes. Aquellas que han buscado en la acción directa el cambio social y político, aquellas que lo han hecho en la desconexión del sistema y aquellas últimas que han optado por una acción política organizativa como centro desde el que operar un cambio que afecta de forma gradual a varias esferas de la sociedad.

La tradición de Gracus Babeuf y su conjura de los iguales en el crepúsculo de la Revolución Francesa inaugura la forma moderna de la aspiración de un cambio radical mediante la toma directa del poder. Su origen lo hemos de encontrar  en los demócratas radicales que habían descubierto que la democracia por si sola no llevaba a la igualdad y que cuando lo hacía rápidamente era transformada en una dictadura. El problema según ellos era la gran propiedad, los “acaparadores de los bienes comunes” y la solución no otra que la toma del poder. La conjura fue reprimida a sangre y fuego, y sus cenizas aplastadas bajo la bota del nuevo orden burgués napoleónico. Babeuf, esperando el fin, estimulaba a sus seguidores a tomar nota de todo lo que había sucedido para que “Un día, cuando la persecución haya amainado, cuando quizá los hombres de bien respiren con suficiente libertad para poder arrojar algunas flores sobre nuestra tumba, cuando haya llegado el momento de soñar de nuevo (…) podrás buscar en estos papeles y presentar a todos los discípulos de la Igualdad (…) los contenidos que los hombres corrompidos de hoy llaman mis sueños”.  Buonarroti, uno de los últimos supervivientes de la conjura, será el encargado de realizar una transmisión que conectará directamente con las sociedades secretas del siglo XIX, el blanquismo y de él, de una forma nunca plenamente reconocida, con el mismo comunismo hasta los años treinta y una parte de la tradición anarquista. Una línea que hila el viejo sueño de asaltar los cielos para construir la nueva Jerusalén en la tierra.

Blanqui es seguramente el más desconocido y el mejor exponente de esta pulsión. El conocido como el timbre de bronce conmovió el siglo XIX, como les gustaba decir a Walter Benjamin clamando contra su olvido. Poco amante de los debates entre marxistas, proudhonianos, cabetianos o owenitas, su legado en términos de escritos fue pobre, lo que contribuyó, en parte, a ese olvido. Según él sus ilustres contemporáneos no hacían otra cosa que  “discutir que hay en la otra orilla del río, lo importante es cruzarlo”. De hecho, se puede considerar el gran estratega de la insurrección, y el gran táctico del golpe de Estado, y como tal pasó más días de su vida en prisión que en libertad. Pero, a pesar de ello, el blanquismo fue el verdadero actor dominante de los movimientos emancipatorios desde la segunda mitad del siglo XIX hasta 1871. Vivió entonces su victoria más grande con la instauración de la Comuna de París, de la que el mismo Blanqui fue nombrado presidente de honor, convertida en la primera experiencia de gobierno moderno basado en la democracia directa y en la voluntad de transformación radical de toda la realidad. Victoria que fue también su principal epílogo. El final sangrante de la Comuna acabó con el blanquismo como corriente dominante. De todas formas, la voluntad insurreccional por encima de todo pervivió como mínimo hasta 1917 y fueron muchos los contemporáneos que señalaron que el mismo Lenin era más hijo de Blanqui que de Marx. No en vano en el momento de decidir la toma del Palacio de Invierno, con parte del comité central en contra debido a la paradoja de proclamar una revolución socialista obrera en un país prácticamente agrario, Lenin abandonó todo debate argumental para afirmar con Goethe ante los contrarios, e iniciar aquel experimento que había de cambiar la historia, “la teoría, amigo mío, es gris, pero verde es el imperecedero árbol de la vida”. 

Pero si las revoluciones son contagiosas, también son una extraña flor en la historia y todavía más raras son las triunfantes. Estas últimas dejan de ser mitos para pasar al campo de la leyenda. Una leyenda que difícilmente se convierte en pauta del cambio político, a pesar de que se encuentre en la base de todos los grandes cambios. El último eco de la primavera de los pueblos de 1848 se vivió precisamente en aquel 1917 que determinó todo el siglo. Ninguna otra ola revolucionaria más atravesó el siglo XX con la misma fuerza, a pesar de que fueron muchos los que siguieron haciendo de esta singularidad el principio de toda su acción política. Otros, del fracaso de las revoluciones que habían emprendido, de la imposibilidad de cambiar el orden existente, buscaron fuera del sistema lo que no encontraban dentro. Esta –la historia de los intentos de desconexión– es una historia prácticamente tan antigua como la humanidad. Se encuentra en todo proceso migratorio colectivo animado por la voluntad de fundar una sociedad nueva, se encuentra en las personas que vivían en los bosques escapando de la servidumbre feudal, en la formación de las sociedades cimarrones de Latinoamérica, que podían agrupar a más de 15.000 persones viviendo en comunidad bajo el principio de la igualdad durante siglos, o en la agrupación de cabetianos por toda Europa, señaladamente también en Barcelona, después del fracaso de les revoluciones de 1848 para marcharse a fundar sociedades comunistas en America.

Pero si los afroamericanos descendientes de los esclavos de los EEUU no encontraban donde concretar el retorno a África, algo similar pasó con las propuestas de desconexión. Realizables a lo largo de la historia de la humanidad, lo dejaron de ser con la tendencia constante del capitalismo a desarrollarse como  sistema-mundo, dejando cada vez menos espacios “libres” de las “aguas heladas del cálculo egoísta”. En este sentido, a partir de un cierto momento del último tercio del siglo XIX la desconexión mutó de medio para realizarse y pasó a ser predominantemente la articulación de redes económicas, sociales y culturales propias dentro de la sociedad. De hecho, en el seno de la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT), a pesar de cómo nos ha sido legada su memoria, el gran debate no se estableció entre el anarquismo insurreccionalista de Bakunin o el gradualista de Proudhon y el socialismo de Marx. Estas posiciones tan sólo eren la forma pública de un debate más de fondo en una época donde Marx no era sino, en palabras de William Morris, “la mejor mente de nuestro lado” y no el fundador de una doctrina con seguidores que buscaban en sus citas, manuales y vulgatas un principio de autoridad. Este debate se libraba entre los que veían el mutualismo y el cooperativismo como la base para la transformación social presente y futura y los que postulaban primero en la huelga general y después en la articulación de grandes sindicatos de masas el camino hacia a una sociedad más justa. Cabe decir que las dos posiciones estaban enmarcadas entre el viejo proletariado y la nueva clase obrera industrial surgida de la segunda revolución industrial. Los primeros tuvieron en el proudhonismo gradualista, y tan sólo más tarde en el bakunismo, su propuesta más afín, mientras que los otros la encontraron primero en el marxismo y más tardíamente en algunos países en el sindicalismo revolucionario y/o el anarcosindicalismo. Finalmente fue esta última ideología –la marxista– la que se impuso como dominante, pero lo fue en tanto en cuanto se encarnó en una forma de organización completamente nueva y, en su momento, exitosa: el partido. 

A pesar de que se ha tendido a ver en la actualidad los partidos modernos como una forma más de dominio –la partitocracia– de las elites, lo cierto es que estos nacieron de sectores populares como primera forma de articulación política de la sociedad de clases. Es más, su nacimientos transformó la realidad en un sentido que las clases dominantes nunca habían previsto. La reacción Europea que se transmutó en una gran oleada represiva después de la derrota de la Comuna de París, dejó prácticamente diezmadas las diversas corrientes insurreccionalistas. En un contexto marcado por la desesperación nació el terrorismo populista o anarquista, mientras aquellos que habían buscado en la desconexión el principio de la nueva sociedad veían como gran parte de sus proyectos perdían centralidad política en un período extremadamente duro y de crecimiento constante del gran proletariado industrial. La primera AIT como tal desapareció y Marx y sus seguidores abandonaron todo intento de mantenerla viva, ya que ahora el proyecto era otro.  En Alemania, conjuntamente con los lassellanos, crearan en Gotha el partido socialdemócrata Alemán (SPD). Este no propugnaba un medio único para realizar la revolución –la huelga general, las técnicas insurreccionales o la creación de un tejido económico alternativo–, sino la constitución de les clases populares en partido para poder decidir en cada momento cual era la mejor opción. Una estrategia que, a pesar de no estar inicialmente en el centro de su acción, no descartaba la penetración institucional. Pero de hecho fue esta última realidad la que se convirtió en el principal polo de confrontación con el Estado bismarckiano.

En las elecciones de 1878 los “antisistema” de entonces consiguieron nueve diputados. Ante el temor que suscitó esta realidad, aún migrada, el Canciller Bismarck hizo aprobar las que serán conocidas en su conjunto como leyes antisocialistas. Durante los siguientes doce años más de 150 diarios y 1.200 publicaciones fueron clausuradas, los militantes del nuevo partido detenidos, desterrados o despedidos. A pesar de todo ello la nueva propuesta seguía creciendo en dos sentidos. Llevada a la clandestinidad por el sistema político, se desarrolló como partido de la sociedad civil, encubierto en la fundación de cooperativas, sindicatos, clubs de fumadores, entidades deportivas, de barrio, escuelas, etc., creando con su desarrollo un nuevo tejido social, una nueva cultura, una nueva realidad. A su vez se seguían presentando con diversas formulas a las elecciones, en un crecimiento que parecía, sorprendentemente, imparable: en 1890 ya se había convertido en el primer partido de Alemania en número de votos. De hecho, su misma existencia llevó al Canciller Bismarck a aprobar no tan sólo medidas represivas, sino también nuevas leyes de protección social, de cobertura de las bajas laborales y de jubilación, entre otras, mientras los salarios reales no paraban de subir gracias a la acción sindical del nuevo partido. Finalmente, ante la constatación de que la represión por si sola no paraba esta nueva forma organizativa y que tampoco la extensión de medidas sociales parecía conseguirlo, el canciller decidió disolver el Parlamento. Una huelga general de 140.000 mineros fue la respuesta. Bismarck fue destituido y las leyes antisocialistas derogadas. En el proceso había aparecido una nueva forma de acción y organización que pronto, en la medida que se mostraba exitosa, sería adoptada por toda Europa por las organizaciones de la izquierda: el partido de masas.

A pesar de la existencia de partidos políticos se puede rastrear como mínimo desde la revolución francesa, lo cierto es que en el último tercio del siglo XIX estos eran poco más que agrupaciones al entorno de un líder o corrientes más o menos organizadas. Con la aparición del modelo del SPD en escena la nueva forma de tomar partido, de ser partisano, se agrupa al entorno de una ideología, un programa, una estrategia y una serie de tácticas, que mueve a centenares de millares de personas organizadas en secciones locales, territoriales y nacionales/estatales, con órganos dirigentes congresos, etc. Pero eso es sólo una de los aspectos de aquellos modernos partidos de masas. A su vez esta forma política, en un contexto de baja articulación de los estados en el terreno social en el pasado que ahora parece ser nuestro futuro, muestra una aguda tendencia a desarrollarse no sólo como partidos de masas, sino también como partidos sociedad. El modelo se difundió a partir de las nuevas corrientes marxistas, pero pronto fue emulado por todo partido de izquierdas y popular de diversas tendencias ideológicas, mostrando en esta dimensión de partido-sociedad una fuerza inusitada. A principios del siglo XX en Alemania, o en el caso del Partido Republicano radical en Barcelona por citar un ejemplo similar aunque de menor intensidad, uno podía nacer en un barrio de marcado carácter socialista, ir a una escuela socialista, tener un abogado y un médico socialista, trabajar en un cooperativa socialista o pertenecer a un sindicato socialista, y hasta en el extremo ir a una universidad socialista. En este sentido los recursos identitarios y los sentimientos de pertencia hacia estas organizaciones no tenían parangón. Desde un punta de vista era un partido político, desde otro una forma de vida, de concebir la vida, que iba mucho más allá de votar o no votar como una opción instrumental según el momento. En uno de sus máximos momentos de maduración en 1912 llegaría a sacar el 99% de los votos en una ciudad como Berlín, cuando aún el sistema le era a la vez profundamente hostil. Si la emergencia de la sociedad de masas (con formas de comunicación de mases, literatura de mases, arte de masas, medios de comunicación de masas y transporte de masas y ciudades de más de un millón de habitantes), en un sistema económico profundamente inestable y caracterizado por crisis periódicas, se había mostrado como un desafío para las clases dirigentes, la aparición en este marco de una forma organizativa adaptada a estos tiempos, y a la vez antisistémica, significó  primero la erosión y después el fin de un modelo de dominio tradicional. La respuesta más inmediata fue, en nuevos contextos revolucionarios, el fascismo como nueva ideología de masas, profundamente reaccionaria, pero que a su vez abandonaba el elitismo tradicional para adoptar técnicas de propaganda, narrativas y formas organizativas adaptadas a la nueva sociedad. La respuesta tardía, una vez fracasado el fascismo, fueron los partidos democratacristianos de masas que ligaban la organización política a los sentimientos de pertenencia religiosa.  

III

El éxito de la articulación política gradual en un nuevo tipo de organización, ya sea en el modelo partido o en el sindicalismo político de masas, articulado como sindicalismo revolucionario o anarcosindicalismo, escondió otra realidad que le era consubstancial: no significó la desaparición de las propuestas alternativas. Esto, en realidad, sucedió mucho más tarde en un proceso lento en el mundo posterior a la Segunda Guerra Mundial y en el marco de un capitalismo profundamente transformado. Cuando competían entre ellas se presentaban como univocas, en la medida que cada una de ellas pretendía mostrarse en términos absolutos como la más efectiva para conseguir el objetivo final: la superación del capitalismo. Pero en realidad la creación de espacios propios fuera del “sistema” seguía plenamente presente en las nuevas formas de acción. Crear una sociedad dentro de la sociedad había sido el medio que había permitido sobrevivir al partido en el momento de su nacimiento, fue posteriormente el tramado de fondo que le permitió interactuar ampliamente con la realidad de “fuera”. De este tramado extraía la fuerza material, los recursos morales, las certitudes, la capacidad de sobrevivir en los peores momentos y la prefiguración de elementos de la sociedad futura. Quizás una relación diferente, con más elementos de contradicción, mantenía con la acción directa o la cultura insurrecionalista.

Lo cierto es que esta nueva forma de acción y organización se había articulado sobre el anuncio del objetivo de superar el capitalismo, y en este sentido el espíritu revolucionario seguía siendo su horizonte sin el cual no se hubiese podido ni articular en sus orígenes, cuando el sacrificio se sustentaba en la posibilidad del advenimiento de una sociedad radicalmente nueva. Pero con su mismo desarrollo estaba cambiando la situación de partida en varios sentidos. El primero de ellos lo anunciaba irónicamente Max Weber: “queda por ver si la socialdemocracia asaltará el Estado o será el Estado el que asalte la socialdemocracia”. Y lo cierto era que en la medida que los partidos socialdemócratas se consolidaban también se transformaba su naturaleza. Crecían en número de diputados, periodistas de diarios propios, miembros de cooperativas, militantes profesionales, que hacían tendencialmente de la existencia del partido una forma de vida y, a la larga, del propio partido una finalidad, más que una herramienta para el cambio social. A su vez, y una cosa no se entiende sin la otra, el anuncio de una teoría social, si tiene éxito en su anuncio, modifica las condiciones de partida de la profecía. En ese sentido nunca las ciencias sociales se acercaran a las naturales, si no es en algunos puntos de la física quántica que postula que el acto de observación de la materia ya es en si mismo un acto de transformación de sus condiciones previas, ya que ella trata de sujetos capaces de interpretar y modificar sus condiciones a partir de nuevas realidades entre las que se encuentran las mismas interpretaciones que postulan como serán estas nuevas realidades. Es decir si el socialismo moderno había nacido postulando que el capitalismo era un sistema periclitado y que creaba las condiciones sociales para su propia desaparición, su propio desarrollo transformaba esas condiciones sociales. Bismarck había reaccionado con la represión, pero también lo hizo articulando unas primeras medidas de protección social. Camino que fue seguido en los siguientes años por otros gobiernos, a la vez que la aparición de los sindicatos de masas iba acompañada de incrementos salariales y mejoras en las condiciones de trabajo, mejorando la vida de las clase populares. Ya no era tan cierto que con una revolución éstas nada tenían a perder, salvo sus cadenas, y todo un mundo a ganar, como anunciaban Marx y Engels al final del Manifiesto Comunista. No lo era para los dirigentes y cuadros socialdemócratas, que habían encontrado su forma de vida en el crecimiento del partido, y no lo era para una parte de su base social. Y esto servia tanto para los partidos socialistas, como lo hará también para los partidos comunistas de masas de las democracias occidentales posteriores a la Segunda Guerra Mundial. El momento de su máxima expansión, influencia electoral y social, irá acompañado en este sentido por su período más largo sin ningún intento revolucionario, a pesar de que su mitología interna y militante estuviera cargada fuertemente de la palabra revolución.   
En cierto sentido se puede afirmar que el insurreccionalismo fue enterrado por su máximos proclamadores, pero sólo en cierto sentido. Desde otra perspectiva la cultura insurreccional seguirá viva como creencia, como escatología final o como mito fundacional, en los nuevos partidos de masas, sobre todo en su primera fase de desarrollo. Eso explica su capacidad de supervivencia, como también el protagonismo en diversos momentos de nuevas corrientes insurreccionalistas surgidas de la escisión del mundo socialdemócrata. El espíritu de Blanqui seguía también vivo entre sus filas y cuando las contradicciones internas y la situación externa entraban en ebullición nuevas realidades políticas se hacían presentes. Sin ellas tampoco el capitalismo occidental se habría transformado, como tampoco se habría consolidado el reconocimiento de los derechos sociales por parte del Estado.

Les tres grandes tendencias –la acción directa insurreccionalista, la desconexión o el intento gradualista organitzativo– compitieron entre ellas en un momento histórico muy determinado: el de la gran rearticulación del capitalismo que se vivió en medio  de la crisis de 1873 a 1894. Un momento de profundas transformaciones sociales y culturales, al final del cual el peso y las medidas de cada una de estas estrategias se había transformado también radicalmente produciendo nuevas realidades. Difícilmente estas tendencias de fondo cambiaran en la nueva situación de cambio radical que estamos viviendo y algunas renacerán con una fuerza inusitada que parecía enterrada en el mundo posterior a la Segunda Guerra Mundial y en los Estados del Bienestar. De hecho tanto la desconexión como el insurreccionalismo toman, con diferentes formas e intensidades, de nuevo la palabra, así como la antigua organización de masas, ya muy transformada desde sus orígenes, en su forma política y sindical, está sufriendo una transformación radical. Hasta cierto punto parece que estamos entrando en mundo anterior a finales del XIX. Nada de lo que se estableció entonces es inmutable. No tiene más de un siglo y medio de historia, un simple pestañeo dentro del tiempo humano. Acabado todo un mundo, aquello que había estado sintetizado se deshila de nuevo y las recombinaciones se deberán hacer, en un tiempo probablemente largo, sobre nuevas bases que ahora nos son en gran parte desconocidas.

Cambiará su forma, cambiará el peso de cada una de ellas y su interrelación, seguirán postulándose tendencialmente como univocas en los debates, pero continuaran presentes ahora como antes. Y sólo hay un principio que parece inalterable, ninguna de ellas parece de entrada prescindible, no en las formas concretas que tomaron en el pasado, pero sí como tendencia de fondo. La idea fuerza que va apareciendo cada vez más, desde una gran diversidad de posturas, de la necesidad de crear un mundo propio, fuera del Estado y de la esfera directamente mercantil, formado por redes económicas, sociales y culturales, con espacios liberados que garanticen entre otras cosas la realización de los derechos sociales, es inseparable a la larga de las formas de articulación política, sean cuales sean éstas, si quieren pervivir y si quieren transformar no sólo una realidad, sino toda la realidad; a su vez estas formas de articulación política, sino quieren tan sólo ser una mera voz crítica dentro de los circuitos del sistema, tienen que encontrar su fuerza precisamente en este “fuera” del sistema; y, finalmente, el espíritu insurreccional no bebe tan sólo de situaciones desesperadas, sino de la prefiguración de nuevos mundos de una forma tangible y del poder material que le ofrece en el presente este nuevo mundo para construirlo en el futuro, pero sin él, sin la creencia de que el mundo puede cambiar de base, también todo lo otro pierde fuerza y sentido. Ha cambiado todo, todo está cambiando, y todo debe ser reconsiderado si se quiere estar a la altura de los tiempos, pero ahora como antes no hay formulas mágicas, sino desplegamientos amplios que buscan a la larga un nuevo tipo de recombinación.

lunes, 6 de agosto de 2012

Connexions i desconnexions (I). Castes, classes, geografies i pàtries



I

La crisi no acabarà, amb sort pel nostre país, com a molt a partir d’un cert moment es deslocalitzarà, passant d’un país a un altre, d’una regió a una altra. Tanmateix, tampoc sembla que aquest temps sigui proper. La solució és política, no econòmica, però a l’escenari actual la política és de curta volada i treballa en estrets marges de plausibilitat. De fet ja ningú parla del seu final. A l’inici salvar els bancs era una forma de retornar el crèdit a l’economia, es repetia sense cessar, ara només ho diuen de passada. És l’abisme, i no la recuperació, el que es fa servir cada cop més per legitimar l’incessant drenatge dels recursos de tots en mans d’uns pocs. Intervenció és la paraula: de la Unió Europea a l’Estat espanyol, de l’Estat a les autonomies, de les autonomies al menjador de casa nostre. Vivim amenaçats i la política governamental i l’economia s’han convertit en oficis de gàngsters. Però no els veiem així, no els tractem així. Els veiem i els tractem com a quelcom inabastable, una estructura cosificada, contra el que poc val tot allò que podem fer. En el seu moment de màxima debilitat els veiem més forts que mai. Si volem trobar vies per virar la situació, s’haurà d’aterrar a la terra per sortir del mer relat escandalitzat de la derrota.

La crisi actual es basa en gran part en els processos de globalització viscuts des de la dècada dels setanta fins a dia d’avui. Ha pres la forma d’una crisi financera, malgrat té una caràcter més profund i multilateral, degut a la centralitat adquirida pels mercats financers com a principal espai de reproducció de la taxa de beneficis i, congruentment, també de la casta financera, el Vaticà del capitalisme segons Marx, com a grup dominant. Aquest procés s’accelerà a partir de la integració on-line dels mercats financers a nivell mundial el 1986, que va permetre l’acceleració de les operacions a nivell global, i la desregularització fiscal dels beneficis especulatius. La presidència durant la dècada dels cinquanta d’un general conservador i republicà com Eisenhower els va arribar a gravar al 90%, no per un sentit redistributiu, sinó senzillament per evitar l’aparició del capitalisme de casino. A l’actualitat pràcticament estan liberalitzats. La revolució neoconservadora dels anys vuitanta activà els primers passos d’aquest procés, però la cosa anà molt més enllà de governs com els de Reagan o Tatcher, a partir d’una nova hegemonia cultural, social i política que afectà gairebé tot l’espectre polític. La peça final arribà a finals dels anys noranta de la mà d’un dels patrocinadors de la “tercera via” que havia de refundar l’esquerra a nivell mundial: Bill Clinton. El mateix que va perpetrar la frase de que en polítiques socials es podia fer “més amb menys” (res d’original hi ha en els nostres governants més propers, sent aquest un dels lemes favorits de CIU a l’inici de la legislatura), eliminà sota el seu mandat la llei Glass-Steagal, aprovada el 1933 precisament per evitar un altre crack com el de 1929. Això va permetre que els bancs de dipòsit, és a dir els bancs on es trobaven els estalvis de la majoria de la població alhora que eren proveïdors de crèdit, operessin com a bancs d’inversió en els mercats financers. Al mateix moment es desregulaven els mercats de futur i derivats, on s’ha concentrat la major part de l’especulació a nivell mundial.

En el procés, cada cop més actius foren posats al servei dels fons d’inversió, cada cop més actius foren posats al servei de l’especulació. De fet aviat es recorregué el camí invers. Desaparegut gran part del capital disponible del teixit de producció i consum, l’especulació es va convertir en el principal actiu per assegurar el mecanisme de reproducció econòmica.  En la mesura que el neoliberalisme oferia al capital productiu una rebaixa constant de costos laborals i fiscals es produïda també una caiguda de la demanda, en la mesura que la inversió es destinava al capital financer i no al productiu aquest es trobava faltat de liquidesa. Per mantenir la demanada i la inversió, en un context d’interessos baixos, el capital financer credititzà tant el consum com la inversió fins a subordinar el conjunt de l’economia a la seva dinàmica. És comprava i es venia amb diners del futur per un present cada cop més inestable, diferint i agrandant el problema, no solucionant-lo. Tot això no ha acabat malgrat la crisi.   

Primer foren els beneficis del capital els que s’integraren als mercats financers, als que van seguir els estalvis de les poblacions, després fou la mateixa capacitat de consum de béns i serveis. Amb l’arribada de la crisi foren els recursos públics en forma de “salvació” del sistema financer i ara toca als drets socials (per això també una de les principals àrees de la “crisi” és Europa on encara queden restes de l’Estat del Benestar): fons d’inversió de jubilacions,  crèdits privats per pagar l’ensenyament, privatització de la sanitat, són la nova font d’entrada de recursos a uns mercats que, a totes llums, han esdevingut veritables forats negres. Però tampoc això solucionarà el problema, car aquest és doble. D’una banda, la creació d’un capital virtual que no és correspon en cap sentit amb el real, i per tant es converteix en mera factura especulativa. Dues dades ens poden posar sobre la pista sobre el preu d’aquesta factura: el 2005, sense computar el conjunt dels actius financers, “només” els mercats de futur estaven valorats en uns 250.000 millards de dolars; al mateix moment el valor de “tota”  la producció real al planeta terra era “només” d’uns 45.000 millards de dolars. Aquesta és la “factura” que s’ha de pagar, una factura que “necessita” d’un augment pràcticament infinit de les plusvàlues sobre les nostres societats o de la creació de, com a mínim, cinc planetes més com el nostre.

Però, d’altra banda, tal com hem dit, aquest només és una part del problema, car el fet és que des de finals dels anys seixanta hi hagut una caiguda dels beneficis nets del capital sobre l’economia productiva que sembla imparable. Els motius que tenen a veure amb els límits del propi sistema no els podem abordar aquí, però el fet és que en un cert punt entre els anys noranta i el canvi de mil·lenni això va portar a que les inversions destinades al capital financer, en creixement constant des dels anys setanta, superessin les inversions realitzades sobre el capital real. La “realitat” ja no és rentable en termes de beneficis privats, sinó és per esploliar-la. Certament s’ha aconseguit durant aquests últims trenta anys una gran concentració de riquesa en cada cop menys mans, però aquesta no s’ha fet per un augment de la producció, ni per augments de productivitat, sinó per la redistribució de rendes que ha permès tant la desregularització financera com la reducció de costos fiscals i laborals per les classes altes. I aquest, i no altre, és el principal objectiu del programa neoliberal, no millorar l’efectivitat, ni la productivitat, ni el capital disponible per la inversió productiva, sinó senzillament aconseguir la concentració de capital cap a d’alt. Procés que sembla haver aconseguit fer entrar en contradicció l’augment de la taxa de beneficis amb el mateix creixement econòmic. En el cas europeu s’arriba en aquest sentit al paroxisme: no es tracta de sortir de la “crisi” amb programes “d’austeritat”, sinó d’assegurar el pagament de l’especulació per part d’aquells que no l’han protagonitzat. Tot això per retornar la “confiança” dels mercats cap a nosaltres i que flueixi de no el crèdit, és a dir per tornar a una creditització de la reproducció econòmica que forma part de l’origen i no de la solució del problema. L’avantsala de la fi en el que és un veritable esgotament del sistema en tots els sentits: de model productiu, energètic, ecològic, social, polític i cultural. 

II

La magnitud del monstre financer sembla incontrolable, una dada de fet, però no quelcom modificable, com a mínim no des de les bases actuals. En aquest marc qualsevol forma d’acció política fora dels marges dels que estableixen els mercats, o les formes supraestatals que tenen capacitat d’interactuar amb ells (en el nostre cas la Unió Europea), sembla inoperativa, qualsevol resposta gestada des dels estats o des de diversos àmbits dins dels estats, inútil. És un mantra repetit que no hi ha resposta local, en una nova versió del there is no alternative neoliberal,  la salvació ve en tot cas de fora. Per uns de l’actitud que prengui el Banc Central Europeu, pels altres de la capacitat de reformar la mateixa Unió en un sentit democràtic i després el propi capitalisme a partir de la protesta global. Contràriament crec que només hi ha resposta local, ni deus, ni amos, ni tribuns, no hi ha suprem salvador.

En primer terme perquè aquesta és l’escala humana, per molt que les xarxes redefineixin els fluxos d’informació, connexió i resposta i obrin la possibilitat  d’un nou món, la seva mesura segueix sent la nostra mesura. Hi hagut històricament organitzacions internacionals de moviments, però no moviments internacionals. El més semblant ha estat el moviment antiglobalitzador. Però per cronologia, que tan sols abasta l’espai que va de 1999 a 2001,  i característiques – una forma d’acció molt limitada a la resposta a grans cimeres fetes en espais densament poblats– difícilment serà vist a la llarga com un moviment social més enllà d’un conjunt de protestes que es van donar a l’entorn del canvi de mil·lenni. D’una forma més generalitzada i profunda, han existit processos de caràcter internacional caracteritzats per les mateixes problemàtiques de partida, agendes reivindicatives, marcs ideològics i polítics, com també emulacions i efectes en cadena (les revolucions sempre han estat contagioses i les protestes també). Però ni la més “internacionalista” d’aquestes realitats ha tingut l’escala global com a espai d’actuació. Les resistències antifeixistes, responent a la mateixa ocupació nazi-feixista que es va donar en diversos països en el marc de la Segona Guerra Mundial, foren nacionals i no generen ni formes de coordinació comunes. En el moment de màxima expansió de l’Associació Internacional de Treballadors (AIT) en el darrer terç del segle XIX, el moviment obrer es desenvolupava a escala local, regional o nacional i, molt més rarament, a escala estatal, malgrat un dels seus principis d’actuació bàsics, i cada cop més abandonats, partia d’una solidaritat internacional efectiva. Finalment, la mateixa Comuna de París de 1871, principal moviment emancipador del període de l’AIT que va donar lloc a la mateixa lletra de la Internacional, tingué un fort component d’alliberació nacional. En aquest cas contra la bota prussiana que pretenia entrar a París aliada amb la burgesia francesa.

La revolució en les connexions ha estat un element caracteritzador, catalitzador i productor de les noves protestes, forma part en aquest sentit de la possibilitat de construir noves formes de contrapoder, i està prenyat de nous canvis potencials com postula la tecnopolítica. Tanmateix, malgrat l’espai virtual hagi pretés hibridar-se amb la territorialitat, superant el seus límits, el cert és que aquesta “territorialitat” és molt definida per la forma Estat. La Generaçao à rasca va ser un moviment propi de Portugal, així com el 15M ho va ser d’Espanya, fins al punt que a voltes ha tingut problemes per captar i integrar-se en les diverses sensibilitats nacionals, o Occupy Wall Street dels USA. Són moviments germans, i  valdria la pena que els fluxos d’intercanvi i coordinació entre ells s’intensifiquessin més enllà del que fou la convocatòria comuna de protesta del 18 d’octubre de 2011, però operen en realitats definides i per actors concrets diferenciats dins de cada Estat. Una falta d’apreciació crítica d’aquesta realitat s’està mostrant com un límit polític en la comprensió de les dinàmiques locals i nacionals que pot afectar a l’efectivitat d’aquests moviments alhora de teixir aliances. És més, a voltes, l’èxtasi provocat per les noves possibilitats obertes per la xarxa, la il·lusió que no només s’incideix d’una nova manera en el “món”, sinó de que es domina i es crea el “món” front als “illetrats” en la bona nova, impedeix percebre de quina manera les condicions “d’alliberació” ho són alhora de domini.  La connexió on-line de la casta corporativa (em resisteixo anomenar-la classe com sembla que s’està posant de moda) i la connexió subjacent del capital financer està en la base de la possibilitat de la gran reacció que estem vivint. Perdre aquesta perspectiva pot ser el principi del final d’una confiança virtual que pot esdevenir cega davant de la desesperació real. És més, aquesta connexió corporativa té uns trets diferents quan les fa aquesta casta que quan la realitzen els moviments de protesta i és en la dialèctica d’aquest diferencial on s’han de trobar les primeres a les formes d’acció possibles.

La forma d’actuació del grup que hi ha darrera del capital financer i les grans corporacions és veritablement global. Actua profundament interconnectada, amb fluxos d’intercanvi que en són consubstancials, no té cap ancoratge territorial i aconsegueix utilitzar al seu servei organitzacions internacionals com l’OMC, l’OIT, la FAO, l’FMI o el BM o supranacionals com la UE. La seva hibridació amb aquests organismes internacionals i amb els grans nuclis de poder polític produeix un mestissatge constant de llocs que mereixeria un anàlisi propi. Mire’m-ho en tot cas a curta distància. El representant de Lehman Brothers d’Espanya i Portugal fins a l’inici de la crisi, Luís de Guindos, va ser anomenat després de la bancarrota d’aquesta entitat ministre d’economia espanyol. Just a l’altra banda, un ministre d’economia espanyol com Rordigo Rato, clau en el desplegament de les polítiques neoliberals pot esdevenir director de l’FMI, per tornar després al seu país per fer-se responsable d’un gran grup bancari. El durà a la bancarrota i provocarà així el rescat de tot el país. En cap dels dos casos el fracassos seran pagats per ells. El mateix procés es pot observar en el pla mitjà. El vicepresident de Goldman Sachs per Europa, Mario Draghi, que va tenir un paper fonamental en el “maquillatge” de les comptes de Grècia, detonant del desastre econòmic posterior a aquest país, esdevindrà director del Banc Central Europeu. Alhora el director del Banc Central de Grècia, Lucas Papademos,  que participà també en aquesta operació de maquillatge, esdevindrà el vicedirector del mateix Banc Central Europeu.  Càrrec que deixarà  només per ser anomenat posteriorment primer ministre de Grècia en un govern “d’unitat nacional” sense passar per les urnes.  Podríem dir que el fracàs té premi, però va molt més enllà d’això, són els membres d’una casta que en el moment de màxim perill s’han de fer càrrec dels assumptes públics per evitar “interferències” democràtiques. Tanmateix això té riscos per ells, el domini directe sempre en té al fer evident el que abans estava ocult.

Podríem seguir amb aquest joc, amb altre gent com Mario Monti també ex-Goldman Sachs posat a Primer Ministre d’Itàlia o, anant més enllà, amb la relació prornogràfica que ha establert Wall Street amb el poder als EEUU, però tan sols és la part més evident d’un iceberg més profund. La casta corporativa roman en gran part invisible al no actuar en un territori concret, ni operar en relacions locals, i està formada per alts gestors del sistema econòmic, polític i cultural, dins d’una teranyina de consellers delegats, alts executius i polítics. El famós 1% que probablement en realitat no passa del 0,1%. El seu joc és profundament especulatiu, basat en la impunitat i vorejant constantment la delinqüència, però es basa en un programa difós per fundacions, parts del sistema universitari profundament imbricades amb el capital i mitjans de comunicació: el neoliberalisme. Entès aquest no com un programa econòmic, sinó com una ideologia amb voluntat d’hegemonia en tots els camps i, alhora, una eina de redistribució cap a d’alt que ha permès enormes consensos en altres capes de la població més enllà d’aquest 1%. D’altra banda el seu poder, no ancorat en realitats concretes, seria impossible. És en aquest sentit, que al meu entendre, és una casta i no una classe, ja pertany a un grup més ampli de grans propietaris de mitjans de producció beneficiat globalment per la ideologia de domini que ha comportat una redistribució de la riquesa sense parangó des del procés invers inaugurat després de la Segona Guerra Mundial. És en aquesta classe més amplia, i diversa en les seves expressions estatals, on la casta coporativa té, o intenta seguir tenint, la seva veritable força no exempta de profundes contradiccions actualment. El que veiem ara és l’intent fins el paroxisme d’assegurar aquest domini d’una forma concreta, amb un model concret. Tanmateix, no és descartable en aquest marc que la classe més amplia a la que pertany aquesta casta generi nous grups dominants i noves formes de control polític, econòmic, social i cultural, que en aquesta fase serà necessàriament contradictòria segons cada realitat nacional i/o estatal i en el camp de les mateixes relacions internacionals.  

El creixement econòmic fins als anys setanta del segle XX tenia la seva base en increments salarials i l’acceptació per part de les classes dominants d’una fiscalitat progressiva que permetia financiar els drets socials. A canvi, en aquest pacte social, els treballadors i treballadores acceptaven els augments constants de productivitat, que asseguraven l’augment de la taxa de beneficis, mentre el creixement de la demanda es sustentava en un increment sostingut del consum d’unes classes populars amb una major renta disponible. El canvi de model, contràriament, té la seva base en la baixada de salaris reals, accelerada a partir dels anys noranta i la desregularització fiscal que va permetre un gran augment de beneficis, mentre es mantenia el consum, l’Estat i la mateixa economia productiva a partir de la creditització. Però això té un límit. La il·lusió actual del neoliberalisme, probablement ja l’última, és que el problema ja no és la intervenció de l’estat en el lliure mercat, sinó els drets socials i l’Estat en si mateix. Molts encara viuen en aquesta il·lusió, en la proposta que una baixada dels costos de l’Estat i una major desregularització i mercantilització dels drets (sanitat, educació, jubilacions, etc.) pot reactivar la maquina del crèdit, augmentar el negoci i retornar els beneficis. Si això no succeïx així, i no ho farà, el neoliberalisme com ideologia de les classe dominant s’esfondrarà, com a ideologia dominat de la població ja ho està fent actualment a marxes forçades. Un límit, el de l’última il·lusió, en el que apareixen contradiccions creixents dins de la classe dominant i que pot portar tant a l’obertura de noves possibilitats polítiques i socials per les classes subalternes –tot procés de canvi radical ha tingut una de les seves fonts en les esquerdes obertes entre aquells que dominen- com a noves aliances amb altres classes i/o noves formes de gestió política i econòmica del sistema. En un sentit es pot gestar una aliança molt més amplia del que es pot imaginar per acotar el poder del capital financer i retornar a models de creixement anteriors, però és poc probable, a part de que ja estan esgotats ecològicament;  en un altre sentit es pot anar cap a un capitalisme regulat i autocentrat, amb poc creixement i formes polítiques autoritaries.  Però tot això és especulatiu. Un dels problemes actuals és que el vell anàlisi de classe és manté bàsicament com a principi ideològic, com a molt històric, però no tenim eines operatives per fer una radiografia actualitzada de la dinàmica de classes. Les corrents de la posmodernitat han dissolt aquestes eines en el camp de l’anàlisi social. Un camp on a l’actualitat, malgrat la sofisticació creixent, portem més de trenta anys de retard.

III

Si aquesta casta corporativa és realment un grup global i en xarxa, no podem dir el mateix dels iniciàtics moviments de resistència socials, polítics i culturals. Una opera per unes poques persones en termes relatius, els altres volen operar per milions, una produeix unes formes de vida homogènies entre els seus integrants, els altres volen interactuar amb la mesura d’una diversitat que és pràcticament la mesura de la diversitat humana. Els mercats laborals sempre són locals, les solidaritats integrades sempre són locals, les configuracions polítiques sempre són locals. La reconstrucció política tindrà una dimensió internacional i haurà d’aprendre a intervenir en aquesta dimensió, arribant a acords internacionals sobre moments de protesta conjunta, bastint amplies aliances entre sectors diversos, i a voltes contradictoris, produint mecanismes d’articulació de noves propostes,  però les configuracions polítiques seran locals, regionals, nacionals i estatals. 

La casta corporativa en el seu modus operandi produeix la desintegració social i la resistència es basa en la pròpia reintegració que opera en mercats, realitats, xarxes i cultures locals. Pot semblar poc, un mer intent de sobreviure, però és molt. Així operà la resistència als exercits napoleònics aquí. Un cop la vella carcassa del poder estatal pactà amb ells, o desaparegué com actor, fou el poble menut el que inicià el camí del desafiament contra els ocupants. Al fer-ho apel·là a un poble i a una pàtria que, contràriament a les velles polèmiques historiògrafies, no feia referència ni a Espanya ni a Catalunya, sinó a una forma de vida amenaçada en un territori concret, en un marc de relacions i identitats concrets. Un pàtria petita si es vol, però amb un inusitat poder. Així operaren també les resitències contra l’ocupació nazi arreu d’Europa, tant defensant la vida, com una nova vida, una nova pàtria. Així construïren el futur.

De fet, la principal debilitat de la casta corporativa en un moment de crisi de la seva “funció”, en el marc de les classes que a nivell estatal s’han enriquit sota la seva estela, és precisament la falta d’ancoratge en les realitats concretes i d’aquí el seu intent d’ocupar càrrecs institucionals en el moment de perill. En el seu caràcter global resideix la seva capacitat de domini, permeten redireccionar constantment els fluxos de capital en funció dels seus interessos i subjugant així a països sencers atrapats en la creditització, però també la fa, finalment, depenent d’unes classes que fins ara s’han beneficiat d’ella i que li ofereixen un ancoratge en el territori. Un cop destruïda qualsevol il·lusió neoliberal, un cop destruïda qualsevol capacitat de proposta dels governants, que no sigui l’obediència als “mercats”, la dinàmica política, i això és cert especialment aquí, vira i virarà clarament cap els problemes identitaris i cap dinàmiques nacionals dintre de l’Estat. Sense més narrativa a la que recórrer, en una llarga fase de recomposició d’un domini estable, la bandera es convertirà en un mocador extremadament útil per mantenir legitimitats i capacitat propositiva. Aquells mateixos que no han tingut cap problema per agenollar-se, i fer-nos agenollar a tots, davant dels mercats internacionals o les organitzacions supranacionals, ara es lliuraran amb fúria a denunciar les oporessions insostenibles que es donen entre diferents realitats nacionals dintre de l’Estat. El crit de a per les autonomies!, o be a pels gastos independentistes inútils!, serà contestat, en una relació no obstant clarament asimètrica, per a pel Pacte Fiscal!, contra l’espoli! Però en cap cas aquesta exacerbació es farà sota un plantejament de reequilibrar la relació de classes, i de rentes, que està en l’origen de la crisi que estem vivint.  

Tanmateix aquesta transformació, o radicalització, del discurs polític en termes nacionals parteix i es construeix des d’una base real que han d’ocupar els moviments socials i polítics de resistència si volen reconstruir el futur. En la mesura que la gran reacció pren la forma d’un diktat de dalt cap a baix violenta les formes de poder perifèric i les problemàtiques sobre les que s’ha construït, entre elles les de les diferents identitats nacionals, i tota resposta té tendència a activar-se a la llarga entre altres coses també com a moviment de dignitat nacional, a la vegada que competeix amb una altra narrativa nacional que oculta la veritable naturalesa de la reacció. Dependrà en aquest sentit un resultat o altre de si els moviments polítics i socials de resistència que puguin consolidar-se son capaços, des de les pàtries petites, de captar  totes les diversitats identitataries  i integrar-les, d’establir totes les aliances possibles i crear noves configuracions polítiques i socials. Convertint la debilitat de les resistències que actuen en àmbits locals en força, convertint la força de la casta coorporativa global i de les classes que la sustenten en debilitat en el seu ancoratge local. El punt de partida ha de ser, com abans, la pàtria petita entesa com la defensa d’una forma de vida i a la vegada com la construcció d’una nova vida digna. Els moments de trànsit que estem vivint poden acabar de donar forma a la gran reacció en un sentit determinat o be obrir esquerdes per on es pugui començar a posar les llavors d’una gran transformació. Res està decidit. És patent la debilitat dels moviments de protesta, però també ho és cada cop més la de les formes de domini. 

Conexiones y desconexiones (I). Castas, clases, geografías y patrias



I

La crisis no terminará, como mucho con suerte en algún momento se “deslocalizará” de nuestro territorio, pasando de un país a otro, de una región a otra. Pero no parece que este momento vaya a ser pronto. La solución es política, no económica, pero en el escenario actual la política es de vuelo corto y trabaja en los estrechos márgenes de la “plausibilidad”.  De hecho ya nadie habla del final de la crisis. En el inicio salvar los bancos era una forma de “retornar” el crédito a la economía, como se repetía sin cesar. Ahora tan sólo lo dicen de pasada. Es el abismo y no la recuperación, el miedo y no la esperanza, lo que se utiliza cada vez más para legitimar el incesante drenaje de recursos de todos en las manos de unos pocos. Intervención es la palabra: de la Unión Europea al Estado español, del Estado a las autonomías, de las autonomías al comedor de nuestra casa. Vivimos amenazados y la política gubernamental y la economía se han convertido en oficios de gángsters. Pero no los vemos así, no los tratamos así. Los vemos y los tratamos como una inclemencia inabarcable, una estructura cosificada, contra la que de poco vale todo aquello que podamos hacer. En su momento de máxima debilidad los percibimos más fuertes que nunca. Si queremos encontrar nuevas vías para virar la situación se tendrá que aterrizar en la tierra para salir del mero relato escandalizado de la derrota.

La crisis actual se basa en gran parte en los procesos de globalización vividos desde la década de los setenta hasta día de hoy. Ha tomado la forma de una crisis financiera, a pesar de que tiene un carácter más profundo y multilateral, debido a la centralidad adquirida por los mercados financieros como principal espacio de reproducción de la tasa de beneficios y, congruentemente, también de la casta financiera, el Vaticano del capitalismo según Marx, como grupo dominante. Centralidad que se aceleró a partir de la integración on-line de los mercados financieros a nivel mundial en 1986, que permitió la aceleración de las operaciones a nivel global y el incremento del volumen de capitales en juego, y la desregularización fiscal de los beneficios especulativos. La presidencia en la década de los cincuenta de un general conservador y republicano como Eisenhower los llegó a gravar al 90%, no por un sentido redistributivo, sino sencillamente para evitar la aparición del capitalismo de casino. En la actualidad están prácticamente liberalizados. La revolución neoconservadora en los años ochenta activó los primeros pasos de este proceso, pero la cosa fue mucho más allá de gobiernos como los de Reagan o Thatcher, a partir de una nueva hegemonía cultural, social y política que afectó a casi todo el espectro político. La pieza final llegó a finales de los años noventa de la mano de uno de los patrocinadores de la “tercera vía” que pretendía refundar la izquierda a nivel mundial: Bill Clinton. El mismo que perpetró la frase de que en políticas sociales se podía hacer “más con menos” (nada de original hay en nuestros gobernantes más próximos, siendo este uno de los lemas favoritos de CIU al inicio de su legislatura), eliminó bajo su mandato la Ley Glass-Steagal, aprobada en 1933 precisamente para evitar otro crack como el de 1929. Esto permitió que los bancos de deposito, es decir los bancos donde se encontraban los ahorros de la mayoría de la población a la vez que eran proveedores de crédito, operasen como bancos de inversión en los mercados financieros. En el mismo momento se desregulaban los mercados de futuro y derivados, donde se ha concentrado la mayor parte de la especulación a nivel mundial.

En el proceso, cada vez más activos fueron puestos al servicio de los fondos de inversión, cada vez más activos fueron puestos al servicio de la especulación. De hecho, pronto se recorrió el camino inverso. Desaparecido gran parte del capital disponible del tejido de producción y consumo, la especulación se convirtió en el principal activo para asegurar el mecanismo de reproducción económica. En la medida que el neoliberalismo ofrecía al capital productivo una reducción constante de los costes laborales y fiscales se producía una caída de la demanda, en la medida que la inversión se destinaba al capital financiero y no al productivo este se encontraba falto de liquidez. Para mantener la demanda y la inversión en el tejido económico productivo, en un contexto de intereses bajos, el capital financiero creditizó tanto el consumo como la inversión hasta subordinar el conjunto de la economía a su dinámica. Se compraba y se vendía con dinero del futuro para un presente cada vez más inestable, difiriendo y agrandando el problema, no solucionándolo. Todo esto no ha acabado, a pesar de la crisis.

Primero fueron los beneficios del capital los que se integraron a los mercados financieros, a los que siguieron los ahorros de las poblaciones, después fue la misma capacidad de consumo de bienes y servicios. Con la llegada de la crisis se añadieron los recursos públicos en la forma de “salvación” del sistema financiero y ahora toca a los derechos sociales (por eso mismo una de las principales áreas de la “crisis” es Europa donde aún quedan restos del Estado del Bienestar): fondos de inversión para las pensiones, créditos para pagar la enseñanza, privatización de la sanidad, son la nueva fuente de entrada de recursos a unos mercados que, a todas luces, han devenido en verdaderos agujeros negros. Pero tampoco esto solucionará el problema, éste es doble. De una lado, la creación de un capital virtual que no se corresponde en ningún sentido con el real, y por tanto se convierte en una mera factura especulativa. Dos datos nos pueden poner sobre la pista del precio de esta factura: en 2005, sin computar el conjunto del valor de los activos financieros,  “sólo” los mercados de futuro tenían un valor de unos 250.000 millardos de dólares; en el mismo momento el valor de “toda” la producción real en el planeta tierra era de no más de 45.000 millardos de dólares. Esta es la factura a pagar, una factura que “necesita” de un aumento prácticamente infinito de las plusvalías sobre nuestras sociedades o bien de la creación de, como mínimo, otros cinco planetas más como el nuestro. 

Pero de otro lado, tal como hemos dicho, este es sólo una parte del problema, ya que el hecho es que desde finales de los años sesenta se ha producido una caída de los beneficios netos del capital dentro de la economía productiva que parece imparable. Los motivos, que tienen que ver con los límites del propio sistema como generador de aumentos de productividad constantes, no los podemos abordar aquí, pero el hecho es que en un cierto punto entre los años noventa y el cambio de milenio este proceso comportó que las inversiones destinadas al capital financiero, en crecimiento constante ya desde los años setenta, superasen las inversiones realizadas sobre el capital productivo. La “realidad” ya no es rentable en términos de beneficios privados, sino es para expoliarla. Ciertamente se ha conseguido durante estos últimos treinta años una gran concentración de riqueza en cada vez menos manos, pero ésta no tiene un origen en el aumento de la producción, ni de la productividad, sino en la redistribución de rentas hacia arriba que ha permitido tanto la desregularización financiera como la reducción de costes laborales y fiscales para los grandes propietarios de los medios de producción. Y este, y no otro, es el principal objetivo del programa neoliberal, no mejorar la efectividad, ni la productividad, ni el capital disponible para la inversión productiva, sino sencillamente conseguir la concentración de capital hacia arriba. Proceso que parece haber conseguido hacer entrar en contradicción el aumento de la tasa de beneficios con el mismo crecimiento económico. En el caso europeo se llega en este sentido al paroxismo: no se trata de salir de la “crisis” con programas de “austeridad”, sino de asegurar el pago de la especulación por parte de aquellos que no la han protagonizado. Todo ello para retornar la “confianza” de los mercados hacia nosotros y que fluya de nuevo el crédito, es decir volver a una creditización de la reproducción económica que forma parte del origen y no de la solución del problema. La antesala del fin en lo que es un verdadero agotamiento del sistema en todos los sentidos: de modelo productivo, energético, ecológico, social, político y cultural. 

II

La magnitud del monstruo financiero parece incontrolable, un dato de hecho, pero no algo modificable, como mínimo no desde les bases actuales. En este marco cualquier forma de acción política fuera de los márgenes que establecen los mercados, o las formas supraestatales que tienen capacidad de interactuar con ellos (en nuestro caso la Unión Europea), parece inoperativa, cualquier respuesta gestada desde los estados o desde diversos ámbitos dentro de los estados, inútil. Es un mantra repetido que no hay respuesta local, en una nueva versión del there is no alternative neoliberal, la salvación en todo caso viene de fuera. Para unos depende de la actitud que tome el Banco Central Europeo, para otros de la capacidad de reformar la misma Unión en un sentido democrático y después el propio capitalismo a partir de la protesta global. Contrariamente creo que sólo hay respuesta local, ni en dioses, ni en amos, ni en tribunos está el supremo salvador.

En primer término porque esta es la escala humana, por mucho que las redes redefinan los flujos de información conexión y respuesta y abran la posibilidad de un nuevo mundo, su medida sigue siendo nuestra medida. Ha habido históricamente organizaciones internacionales de movimientos, pero no movimientos internacionales. Lo más parecido ha sido el movimiento antiglobalizador. Pero por cronología, que tan sólo abarca una espacio temporal que va de 1999 a 2001, y características –una forma de acción muy limitada a la respuesta a grandes cumbres realizadas en espacios densamente poblados– difícilmente será visto a la larga como un movimiento social más allá de un conjunto de protestas que se dieron al entorno del cambio de milenio. De una forma más generalizada y profunda, han existido procesos de carácter internacional caracterizados por las mismas problemáticas de partida, agendas reivindicativas, marcos ideológicos y políticos, como también emulaciones y efectos en cadena (las revoluciones siempre han sido contagiosas y las protestas también). Pero ni las más “internacionalistas” de estas realidades ha tenido en la escala global su principal espacio de actuación. Las resistencias antifascistas, respondiendo a la misma ocupación nazi-fascista que se dio en diferentes países en el marco de la Segunda Guerra Mundial, fueron nacionales y no generaron ni formas de coordinación comunes. En el momento de máxima expansión de la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT) en el último tercio del siglo XIX, el movimiento obrero se desarrollaba a escala local, regional o nacional y, mucho más raramente, a escala estatal, a pesar de que uno de sus principios de actuación básicos, y cada vez más abandonados, partía de una solidaridad internacional efectiva. Finalmente, la misma Comuna de París de 1871, principal movimiento emancipador del período de la AIT y que dio lugar a la letra de la Internacional, tuvo un fuerte componente de liberación nacional. En este caso contra la bota prusiana que pretendía entrar en París aliada con la burguesía francesa.

La revolución en las conexiones ha sido un elemento caracterizador, catalizador y productor de las nuevas protestas, forma parte en este sentido de la posibilidad para construir nuevas formas de contrapoder, y está preñada de nuevos cambios potenciales como postula la tecnopolítica. Pero de todas formas, a pesar de que el espacio virtual haya pretendido hibridarse con la terriotaritalitat, superando sus límites, lo cierto es que esta “territorialidad” está muy definida por la tradicional forma Estado. La Generaçao à rasca fue un movimiento propio de Portugal, así como el 15M lo fue de España, hasta el punto que a veces ha tenido problemas para captar e integrarse en las diversas sensibilidades nacionales, o Occupy Wall Street de los USA. Son movimientos hermanos, y valdría la pena que los flujos de intercambio y coordinación entre ellos se intensificasen más allá de lo que fue la convocatoria conjunta de protesta del 18 de octubre de 2011, pero operan en realidades definidas y para actores concretos diferenciados dentro de cada Estado. Una falta de apreciación crítica de esta realidad se está mostrando como un límite político en la comprensión de las dinámicas locales y nacionales que puede afectar a la efectividad de estos movimientos para tejer alianzas. Es más, a veces, el éxtasis provocado por las nuevas posibilidades abiertas por la red, la ilusión de que no sólo se incide de una nueva manera en el “mundo”, sino que se domina y se crea el “mundo” frente a los “iletrados” en la buena nueva, impide percibir de qué manera las condiciones de “liberación” son a su vez las de dominio. La conexión on-line de la casta corporativa (me resisto a nombrarla “clase” como parece que se está poniendo de modo) y la conexión subyacente del capital financiero está en la base de la posibilidad de la gran reacción que estamos viviendo. Perder esta perspectiva puede ser el principio del final de una confianza virtual que puede devenir ciega ante la desesperación real. Es más, esta conexión corporativa tiene unas características diferentes cuando las realiza esta casta y cuando lo hacen los movimientos de protesta y es en esta dialéctica diferencial donde se deben encontrar las primeras respuestas a las formas de acción posibles.

La forma de actuación del grupo que hay detrás del capital financiero y las grandes corporaciones es verdaderamente global. Actúa profundamente interconectado, con flujos de intercambio que le son consustanciales, no tiene ningún anclaje territorial y consigue utilizar a su servicio organizaciones internacionales como la OMC, la OIT, la FAO, el FMI o el BM o supranacionales como la UE. Su hibridación con estos organismos internacionales y con los grandes núcleos de poder político produce un mestizaje constante de cargos que merecería un análisis propio. Obsérvemelo en todo caso a corta distancia. El representante de Lehman Brothers de España y Portugal hasta el inicio de la crisis, Luís de Guindos, fue nombrado después de la bancarrota de esta entidad ministro de economía español. Justo al otro lado, un ministro de economía español como Rodrigo Rato, clave en el despliegue de las políticas neoliberales, pudo convertirse en director del FMI, para volver después a su país a hacerse cargo de un gran grupo bancario. Lo llevó a la quiebra y provocó así el rescate de todo el país. En ninguno de los dos casos los fracasos serán pagados por ellos. El mismo proceso se puede observar en el plano medio. El vicepresidente de Goldman Sachs para Europa, Mario Draghi, que tuvo un papel fundamental en el “maquillaje” de las cuentas de Grecia, detonante del desastre económico posterior en este país, será nombrado director del Banco Central Europeo. A su vez el director del Banco Central de Grecia, Lucas Papademos, que participó también en esta operación de maquillaje, se convertirá en el vicedirector del mismo Banco Central Europeo. Cargo que dejará sólo para ser nombrado posteriormente primer ministro de Grecia en un gobierno de “unidad nacional” sin pasar por las urnas.  Podríamos decir que el fracaso tiene premio, pero va mucho más allá de eso, son los miembros de una casta que en el momento de máximo peligro se han tenido que hacerse cargo de los asuntos públicos para evitar “interferencias” democráticas. Pero de todas formas esta opción contiene riesgos para ellos, el dominio directo siempre los tiene al hacer evidente lo que antes estaba oculto.

Podríamos seguir con este juego, con otra gente como Mario Monti también ex-Goldman Sachs puesto a Primer Ministro de Italia o, yendo más allá, con la relación pornográfica que ha establecido Wall Street con el poder en los EEUU, pero tan sólo es la parte más evidente de un iceberg mucho más profundo. La casta corporativa se mantiene en gran parte invisible al no actuar en un territorio concreto, ni operar en relaciones locales, y está formada por altos gestores del sistema económico, político y cultural, dentro de una telaraña de consejeros delegados, altos ejecutivos y políticos. El famoso 1% que probablemente en realidad no pasa del 0,1%. Su juego es profundamente especulativo, basado en la impunidad, y rayano a la delincuencia, pero se basa en un programa difundido por fundaciones, partes del sistema universitario profundamente imbricadas con el capital y medios de comunicación: el neoliberalismo. Entendido éste no como un programa económico, sino como una ideología con voluntad de hegemonía en todos los campos y, a su vez, una herramienta de redistribución hacia arriba que ha permitido enormes consensos en otras capas de la población más allá de este 1%. De otra manera,  sin este consenso, su poder, no anclado en realidades concretas, seria imposible. Es en este sentido, que a mi entender, es una casta y no una clase, ya que pertenece a una grupo más amplio de grandes propietarios de medios de producción beneficiado globalmente por este ideología de dominio que ha comportado una redistribución de la riqueza sin parangón desde la Segunda Guerra Mundial hasta ahora. Es en esta clase más amplia, y diversa en sus expresiones estatales y/o nacionales,  donde la casta corporativa tiene, o intenta seguir teniendo, su verdadera fuerza no exenta de profundas contradicciones actualmente. Lo que vemos ahora es el intento hasta el paroxismo de asegurar este dominio de una forma concreta. No es descartable, de todas formas, que en este marco que la clase más amplia a la que pertenece esta casta generé nuevos grupos dominantes y nuevas formas de control político, económico, social y cultural, que en esta fase serán necesariamente contradictorias según cada realidad nacional y/o estatal.

El crecimiento económico hasta los años setenta del siglo XX tenia su base en incrementos salariales y la aceptación por parte de las clases privilegiadas de una fiscalidad progresiva que permitía financiar los derechos sociales. A cambio, en este pacto social, los trabajadores y las trabajadoras aceptaban los aumentos constantes de productividad, que aseguraban el incremento de la tasa de beneficio, mientras el crecimiento de la demanda, es decir del consumo, se sustentaba en el incremento también sostenido de la renta disponible de las clase populares. El cambio de modelo, contrariamente, tiene su base en la bajada de salarios reales, acelerada a partir de los años noventa y la desregularización fiscal que permitió un gran aumento de beneficios. Mientras se mantenía el consumo, el Estado y la misma economía productiva a partir de la creditización. Pero esto tiene un límite. La ilusión actual del neoliberalismo, probablemente ya la última, es que el problema ya no es la intervención del Estado en el libre mercado, sino los derechos sociales y el Estado en si mismos. Muchos aún viven en esta ilusión, en la propuesta que una bajada de los costes del Estado y una mayor desregularización y mercantilización de los derechos (sanidad, educación, jubilaciones, etc.) puede reactivar la maquina del crédito, aumentar el negocio, y retornar los beneficios. Si esto no sucede, y no lo hará,  el neoliberalismo como ideología de la clase dominante se hundirá, como ideología hegemónica entre la población ya hace tiempo que lo esta haciendo a marchas forzadas. Un límite, el de la última ilusión, en el que aparecen contradicciones crecientes dentro de las clases dominantes y que puede llevar tanto a la obertura de nuevas posibilidades políticas y sociales para las clases subalternas -todo proceso de cambio radical ha tenido una de sus fuentes en las grietas abiertas entre aquellos que dominan- como a nuevas alianzas con otras clases y/o a nuevas formas de gestión política y económica del sistema. En un sentido se puede gestar una alianza mucho más amplia de lo que se puede llegar a imaginar para acotar el poder del capital financiero y retornar a modelos de crecimiento anteriores, pero es poco probable, más allá de que el agotamiento ecológico lo hace prácticamente inasumible;  en otro sentido se puede ir hacia un capitalismo regulado y autocentrado, con poco crecimiento y formas políticas autoritarias.  Pero todo esto es especulativo. Uno de los problemas actuales es que el viejo análisis de clase se mantiene básicamente como principio ideológico, como mucho histórico, pero no contamos con herramientas operativas para realizar una radiografía actualizada de la dinámica de clases. Las corrientes posmodernas han disuelto estas herramientas en el campo del análisis social. Un campo en el que en la actualidad, a pesar de la sofisticación creciente, llevamos más de treinta años de retraso.     

III

Si esta casta corporativa es realmente un grupo global y en red, no podemos decir lo mismo de los iniciáticos movimientos de resistencia social, cultural y política. Una opera para unas pocas personas en términos relativos, los otros quieren operar para millones; una produce unas formas de vida homogéneas entre sus integrantes, los otros quieren interactuar en la medida de una diversidad que es prácticamente la diversidad humana. Los mercados laborales siempre son locales, las solidaridades integradas siempre son locales, las configuraciones políticas siempre son locales. La reconstrucción política tendrá una dimensión internacional, y tendrá que aprender a intervenir en esta dimensión, llegando a acuerdos internacionales sobre momentos de protesta conjunta, realizando amplias alianzas entre sectores diversos, y a veces contradictorios, produciendo mecanismos de articulación de nuevas propuestas, pero las configuraciones políticas serán locales, regionales, nacionales y estatales.

La casta corporativa en su modus operandi produce la desintegración social y la resistencia se basa en la propia reintegración que opera en mercados, realidades, redes y cultures locales. Puede parecer poco, un mero intento de sobrevivir, pero es mucho. Así operó la resistencia a los ejércitos napoleónicos aquí. Una vez la vieja carcasa del poder estatal pactó con los invasores, o desapareció como actor, fue el pueblo de abajo el que inició el camino del desafío contra los ocupantes. Al hacerlo apeló a un pueblo y a una patria que, contrariamente a las viejas polémicas historiográficas no hacía referencia ni a España ni a Cataluña, sino a una forma de vida amenazada en un territorio concreto, en un marco de relaciones e identidades concretas. Una patria pequeña si se quiere, pero con un inusitado poder. Así operaron también las resistencias antifascistas contra la ocupación nazi por toda Europa, tanto defendiendo la vida, como una nueva vida, una nueva patria. Así construyeron el futuro.

De hecho, la principal debilidad de la casta corporativa en un momento de crisis de su “función”, en el marco de las clases que a nivel estatal se han enriquecido bajo su estela,  es precisamente la falta de anclaje en las realidades concretas y de allí su intento de ocupar cargos institucionales para dominarlas en el momento de peligro. En su carácter global reside su capacidad de dominio, permitiendo redireccionar constantemente los flujos de capital en función de sus intereses y subyugando así a países enteros atrapados en la creditización, pero también la hace, finalmente, dependiente de unas clases que hasta ahora se han beneficiado de ella y que le ofrecen un anclaje en el territorio. Una vez destruida cualquier ilusión neoliberal, una vez destruida cualquier capacidad de propuesta de los gobernantes, que no sea la obediencia a los “mercados”, la dinámica política, y eso es cierto particularmente aquí, vira y virará más hacia los problemas identitarios y hacia las dialécticas nacionales dentro del Estado. Sin más narrativa a la que recorrer, en una larga fase de recomposición de un dominio estable, la bandera se convertirá en un pañuelo extremadamente útil para mantener legitimidades y capacidad propositiva entre las elites políticas gobernantes. Aquellos mismos que no han tenido ningún problema para arrodillarse, y hacernos arrodillar a todos, ante los mercados internacionales o las organizaciones supranacionales, ahora se entregaran con furia a denunciar las opresiones insostenibles que se dan entre diferentes realidades nacionales dentro del Estado. El grito de ¡a por las autonomías!, o bien ¡a por los gastos independentistas inútiles!, será respondido, en un relación asimétrica cabe decir no obstante, por ¡a por el Pacto Fiscal! ¡contra el expolio!  Pero en ningún caso esa exacerbación se hará bajo un planteamiento de reequilibrar la relación de clases, y de rentas, que está en el origen de la crisis que estamos viviendo.

Pero esta transformación, o radicalización del discurso político, parte y se construye sobre una base real que deben ocupar los movimientos sociales y políticos de resistencia si quieren reconstruir el futuro. En la medida que la gran reacción toma la forma de un diktat de arriba hacia abajo violenta las formas de poder periférico y exacerba las problemáticas sobre las que se ha construido, entre ellas las de las identidades nacionales, y toda respuesta tiene tendencia a  activarse a la larga entre otras cosas como un movimiento de dignidad nacional, a la vez que compite con otra narrativa nacional que oculta la verdadera naturaleza de la reacción. Dependerá en este sentido un resultado u otro de si los movimientos políticos y sociales de resistencia que puedan consolidarse son capaces, desde las patrias pequeñas, de  captar todas las diversidades identitatarias e integrarlas, de establecer todas las alianzas posibles y crear nuevas configuraciones políticas y sociales. Convirtiendo la debilidad de las resistencias que actúan en ámbitos locales en fuerza, convirtiendo la fuerza de la casta corporativa global y de les clases que la sustenten en debilidad en su anclaje local. El punto de partida debe ser, como antes, la patria pequeña entendida como la defensa de una forma de vida y a su vez como la construcción de una nueva vida digna. Los momentos de transito que estamos viviendo puede acabar de dar forma a la gran reacción en un sentido determinado o bien abrir brechas por donde se pueda empezar a poner las semillas de una gran transformación. Nada está decidido en este sentido. Es patente la debilidad de los movimientos de protesta, pero también lo es cada vez más la de las formas de dominio.